“El Pata” y D´Elía, ¿el regreso de las patotas?
Dos regresos estelares a la escena pública, los de “El Pata” Medina y el piquetero Luis D´Elía, instalaron esta semana un interrogante inevitable: ¿Vuelven las patotas?
La foto de Medina con gesto desafiante al frente de un acto en la sede platense de la Uocra fue como un viaje en el tiempo. Es mucho más que una imagen: reedita una atmósfera en la que la violencia y la extorsión se habían naturalizado en la capital de la provincia de Buenos Aires.
Medina lo dejó en claro: vuelve con espíritu revanchista. La cárcel y las causas pendientes (por lavado de dinero, asociación ilícita y coacción agravada) no parecerían haber calmado sus audacias ni ambiciones. El impedimento de realizar actividad gremial no es algo que lo detenga. Lo mismo se ocupó de explicitar D´Elía: convirtió su excarcelación en un acto de fuerza; rompió la tobillera (que es un bien del Estado y le hubiera correspondido a otro detenido) para recordar, una vez más, que él se ubica por encima de las normas.
El problema, sin embargo, excede a dos personajes que deberían ser marginales en el sindicalismo y la política. La pregunta que tal vez debamos hacernos es por qué se sienten cómodos para exhibir, con arrogancia, esas actitudes desafiantes. ¿Hay un contexto en el que perciben que su regreso es posible y que el pasado en el que fueron impunes no ha sido sepultado? ¿Sobrevive el sistema que amparaba a los Medina y los D´Elía? Quizá allí resida la preocupación de fondo.
D´Elía y Medina no son lo mismo. Si les hubiera tocado compartir un pabellón carcelario, es posible que hubieran aflorado entre ellos más desacuerdos que coincidencias. El líder piquetero está apegado a un dogmatismo ideológico que lo llevó a acercarse a Quebracho y al extremismo iraní. Por ese camino llegó al desvarío de reivindicar a Hezbollah. Medina se identifica, en cambio, con una anacrónica y rústica ortodoxia peronista. Hay algo, sin embargo, que los une: creen en la fuerza y en la violencia como método de acción política. Se ubican en los márgenes de la institucionalidad y actúan sin reconocer límites.
Si los dos, con sus semejanzas y diferencias, actuaran en un país en el que impera la ley, D´Elía y Medina serían un problema de la Justicia penal. Pero se han convertido en un problema nacional, porque su protagonismo, su fuerza y sus regresos desafiantes a la escena pública son un espejo de la debilidad institucional de la Argentina. Ninguno de ellos sería lo que es si no viviéramos en un país que ha tolerado la corrupción, la extorsión, la violencia y la impunidad hasta extremos patológicos.
“El Pata” Medina edificó, en las narices de varios gobernadores bonaerenses, un imperio sindical basado en “el apriete”. Tejió una red de complicidades e impotencias que lo sostuvo, durante décadas, como “el patrón” de La Plata. En la capital de la principal provincia argentina, no se podía construir sin arreglar con “El Pata”. Cualquier obra (chica o grande; pública o privada) costaba un 25 por ciento más por “el peaje” de la Uocra. Hubo jueces, empresarios y políticos que, en el mejor de los casos, miraron para otro lado. Muchos se refugiaron en la indiferencia; a otros los doblegó el miedo. No fueron pocos los que se enredaron en la telaraña.
Luis D´Elía en la marcha en la que rompió la tobillera como gesto de desafío a la Justicia (Santiago Hafford/)
El caso de D´Elía tiene matices e ingredientes distintos: su liderazgo no se amasó en una estructura sindical sino en las organizaciones piqueteras que se fortalecieron con la debacle social. Desde ahí forjó un poder político que le sirvió como trampolín para ser funcionario nacional (en el gobierno de Néstor Kirchner) y luego diputado provincial. Como un reflejo de la Argentina, debe haber sentido –sin embargo- que su mayor fortaleza no estaba en el escenario institucional sino en la lucha callejera y en el imperio de la fuerza.
Así llegó a tomar una comisaría (la causa por la que finalmente estuvo preso) y dejó la banca para volver a los piquetes. Su territorio siempre fue el de las comunidades arrasadas por el desempleo y la pobreza, donde la dependencia del dirigente, el puntero o el jefe de la organización social se explica por las necesidades más extremas. Medina, en cambio, construyó su poder en el corazón institucional de la provincia de Buenos Aires: los que se subordinaron ante “el patrón” de la Uocra fueron gobernadores, funcionarios, contratistas, cámaras empresarias y profesionales. Eso ocurría alrededor de una universidad que supo recibir a Einstein y que hoy se moviliza para presentar los cuentos de Daniel Gollán.
Pata Medina, en un acto en el que desafió a la Justicia (SANTIAGO HAFFORD/)
El poder de “El Pata” sintonizaba con el penoso paisaje de degradación institucional que colonizó a la capital bonaerense en las últimas décadas. En aquella ciudad, que dejó de ser “la Atenas de América” para llegar a ser “Patalandia”, pisaban fuerte otros “patrones”: el exjuez César Melazo (ahora preso por liderar una banda delictiva) marcaba el ritmo en los tribunales; el sindicalista Marcelo Balcedo (detenido en Uruguay con una fortuna inexplicable) copiaba y perfeccionaba los métodos audaces y “heterodoxos” del pseudo sindicalismo-empresario. El camarista Martín Ordoqui (con un jury pendiente bajo la acusación de vender fallos) era otro actor protagónico.
Todo había alcanzado extremos tan obscenos, que un día se desmoronó. Pero hoy vemos con inquietud que, como el monstruo del lago Ness, reaparecen figuras que creíamos extinguidas. ¿Volverán las instituciones a doblegarse ante las patotas? Esa es la pregunta que asoma detrás de las marquesinas que anunciaron esta semana “el regreso de los muertos vivos”.