¿Una escuela en La Matanza o una matanza de la escuela?

La vociferante diatriba política de una profesora de Historia de escuela secundaria golpea la dignidad de los estudiantes, que esta vez han decidido filmar la escena para que se sepa, para que todos nos enteremos. Vemos el maltrato, la militancia enloquecida, la ausencia de argumentos, la violencia destilada, el abuso de autoridad, condensados en un aula triste del conurbano bonaerense.

El caso es extremo; no son así todos los docentes en la Argentina, pero probablemente no sea un caso aislado. No debe ser la primera vez que estos chicos son sometidos, y por eso han decidido dejar un registro y usar el celular y las redes como escudos protectores. El caso se viraliza y se extiende el escándalo. Surgen explicaciones que intentan reducir el asunto a un caso psiquiátrico particular, a una “falla personal”, a una docente que necesita ayuda, a un error en la cadena de controles, a una cuestión de mala praxis. ¿Eso es todo lo que tenemos como respuesta para estos estudiantes? ¿Vamos a decirles que la profe está loca y punto?

Otras interpretaciones pretenden aislar la forma del contenido. Lo que escandaliza, se afirma, no es lo que dice la profesora, sino cómo lo dice. ¿Sí? Es decir que nada habría trascendido si esta profesora hubiera guardado las formas, si solo se hubiera limitado a una selección sesgada de la bibliografía, a comentarios levemente irónicos, a reprobar calladita a los discutidores, a pronunciar sus sentencias con cadencia pedagógica, susurrando tranquila: “Papi, entendelo, estás como estás por culpa de Macri y así te vas a quedar porque él te robó el futuro, sabés, papi. Y no tenés salida, ¿te queda claro? Ni a la escuela privada podés ir porque tu papá no puede pagarla, así que te quedás acá, conmigo, comiendo esta porquería que te da el Estado”. ¿Con un sadismo discreto la sangre no hubiera llegado al río?

Pero los sentidos desbordan la explicación misógina y trillada de una profesora desequilibrada. Y no hay forma de que el adoctrinamiento suene elegante; siempre es de una obscenidad infinita. El caso, que sospechamos no es único, es una representación patética de lo que podríamos llamar la “antieducación”, la antiescuela. Porque la educación escolar es precisamente lo opuesto, es transmisión de saberes, herramientas y prácticas discursivas que conducen a los estudiantes a la construcción de un pensamiento crítico y autónomo, confrontado con los hechos, en un marco de diálogo y libertad; al menos eso es la educación en democracia. La antieducación es la supresión del otro, su acallamiento, la matanza de la libertad a través del atontamiento.

En la Argentina tenemos larga experiencia en estos horrores, más violentos o más edulcorados. Estamos obligados a entender y a mirar más allá de las cuatro paredes de esta aula. Este incidente crítico muestra la vigencia de formas antidemocráticas que suceden en la escuela, pero que no se originan desde allí. Las máximas autoridades políticas practican el abuso, alientan la militancia desbordada, levantan el dedo amenazante, justifican la intolerancia en nombre del pueblo que dicen encarnar. Así, el clima político autoriza al docente talibán a afirmar que “gracias a Dios, Macri perdió”, y como en una guerra justa y santa, sostenida en complicidades institucionales, arrasa con los derechos humanos de aquellos estudiantes infieles. Empoderada por el mismísimo Presidente, la antieducación busca abrirles la cabeza para meter la narrativa. Les parte la cabeza. Pero algo se resiste, los chicos responden con una educada bravura que sorprende y nos hacen partícipes del padecimiento. No los dejemos solos. Necesitábamos las escuelas abiertas para poder seguir construyendo la democracia y, como decía Dewey, hacer de ellas entidades mejores que la sociedad que las contiene. La educación es la última esperanza.

Doctora en Educación. Profesora e investigadora de la Universidad Di Tella