Una efímera ilusión de principio de año hizo albergar a una buena parte de la sociedad norteamericana la esperanza de que superados Donald Trump y su mandato de insidias y odios una nueva era de bonanza se abría ante Estados Unidos. Han bastado unos meses para comprobar, precisamente al celebrarse el aniversario de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, que no es así, que el declive de este país prosigue su curso independientemente de quién sea la persona que ocupe la Casa Blanca.

El recuerdo de los sucesos que estremecieron al mundo y sacudieron a la sociedad norteamericana hace 20 años está marcado por una inocultable sensación de derrota y de fracaso. El gigantesco esfuerzo humano, militar y económico puesto en marcha como respuesta a aquellos atentados no ha servido para nada. Aún peor, la posición de Estados Unidos se ha debilitado, su prestigio se ha visto manchado por los múltiples episodios de guerra sucia contra el terrorismo, su influencia internacional ha decrecido y hoy se ve abiertamente desafiada por el poder creciente de China. En el plano interno, la división social y racial y la polarización política se han adueñado de la población hasta el punto de hacer parecer su sistema político ineficaz y anacrónico.

Sería motivo de otro artículo analizar la responsabilidad que ese declive ha tenido en el auge de movimientos populistas iliberales de izquierda y derecha en diversas partes del mundo. Pero, limitados al caso de Estados Unidos, es innegable que el desgaste producido por las aventuras militares lanzadas tras el 11 de Septiembre ha acabado por agotar los mismos valores de libertad y democracia sobre los que se fundamenta el modelo norteamericano. Esta es hoy una democracia más frágil que la de hace 20 años, la convivencia se ha deteriorado y la fe de esta nación en su papel y en su destino ha decrecido.

La caótica retirada de Afganistán, que simboliza perfectamente el desastre de estas dos últimas décadas, ha generado, incluso entre los que eran contrarios a esa guerra, un sentimiento derrotista que representa un pesado lastre en el esfuerzo de este país por extender su liderazgo. Estados Unidos encuentra hoy fuerte resistencia, no solo de parte de China y Rusia, sino también de otros países que sienten ahora potenciados sus propósitos totalitarios, como Irán, Corea del Norte, Cuba o Venezuela, o incluso de dirigentes y partidos que propician fórmulas autoritarias de gobierno en países democráticos de América Latina y Europa.

El único precedente del clima de fracaso provocado por la retirada de Afganistán y los 20 años de inútil guerra contra el terrorismo es el de la huida y derrota en Vietnam, un conflicto que, curiosamente, duró también dos décadas, desde que el gobierno norteamericano asumió en 1955 el apoyo y la protección del régimen establecido en el sur del país dividido hasta la retirada de las tropas, en 1975. A raíz de ese conflicto, la potencia que hasta entonces había vivido la era de mayor esplendor e influencia mundial sufrió una crisis que minó su capacidad de liderazgo en el exterior y debilitó la cohesión social en el interior.

Vietnam demostró por primera vez que Estados Unidos era vencible, y el trauma dejado por aquella guerra se extendió casi hasta nuestro días. Afganistán –y antes Irak, otro episodio negro de estas dos décadas– ha demostrado que Estados Unidos no tiene capacidad para custodiar el mundo ni siquiera allí donde sus intereses están directamente amenazados. Puede discutirse la conveniencia de poner fin de una vez a la presencia militar en un país remoto y complejo como Afganistán; puede argumentarse si este era o no el momento propicio para hacerlo, pero de lo que no hay duda es de que, al abandonar ese país, Estados Unidos está reconociendo su incapacidad para construir sistemas democráticos en naciones que se resisten y está entregando una pieza muy importante en el difícil tablero de Medio Oriente a su máximo rival, China. El régimen comunista de Pekín es poco exigente con las credenciales democráticas y de derechos humanos de sus aliados –más, prefiere que carezcan de ellas– y es, por tanto, un socio más cómodo que Estados Unidos. Actualmente, China puede permitirse además ser un socio mucho más generoso.

El 20º de aniversario del 11 de Septiembre se ve así marcado por la retirada de Afganistán. Al hacer coincidir el final de esa guerra con esta fecha emblemática, el presidente Joe Biden intentaba destacar la conclusión de un período largo y oscuro y el inicio de otro optimista y luminoso. La operación no ha funcionado. Los últimos días en Afganistán han sido tan aciagos y desafortunados como las dos décadas anteriores y, aunque se pretendía que los norteamericanos recibieran este momento como un alivio, en realidad se ha recibido con frustración. Con frustración por no haber sido capaces de trazar un mejor futuro para los afganos, especialmente para sus mujeres, sometidas a una tiranía cruel; frustración por no haber podido dejar el país en manos de fuerzas reconciliadas y comprometidas con el progreso general; frustración, por no haber sido capaces siquiera de salvar la vida de tantos como ayudaron a lo largo de estos años a los soldados norteamericanos, pese al enorme esfuerzo de la misión de rescate.

Aún es pronto para saber cuáles van a ser las consecuencias dentro y fuera de Estados Unidos del final de la guerra contra el terrorismo. En la política doméstica, es difícil atisbar de qué manera Biden puede revertir a su favor esta situación. La popularidad del presidente ha caído hasta el 45,8%, según la media que elabora RealClearPolitics, y a comienzos de este mes, por primera vez en su mandato, el porcentaje de los que desaprueban su gestión es mayor que el de los que la respaldan. Esa caída afectará indudablemente su capacidad para sacar adelante sus iniciativas en el Congreso, frente a una férrea oposición republicana que sigue parcialmente tutelada por Trump, y aunque las perspectivas económicas son optimistas, el horizonte político de Biden se hace sombrío.

Mucho peor que eso es el hecho de que la polarización política apenas ha decrecido, que algunos debates enormemente divisorios, como el del aborto, han tomado nuevo brío y que Trump no ha renunciado a volver a la carga en 2024.

En todo caso, los efectos más profundos del fracaso de estos 20 años –culminado en Afganistán– son los que pueden afectar al orden internacional. Europa está discutiendo la necesidad de crear un ejército europeo que sustituya a la incierta protección militar norteamericana. ¿Sigue siendo Estados Unidos un dique de contención para la total ocupación de Ucrania por parte de Rusia? ¿O para la anexión de Taiwán por China? Biden ha asegurado que Estados Unidos no puede ser el policía del mundo. ¿Significa eso una carta blanca para todos los sátrapas?

El dominio norteamericano ha facilitado durante un siglo, pese a los muchos errores cometidos, la extensión a lo largo del mundo de sistemas parcial o plenamente democráticos que en diferente medida permitían la libertad y el progreso de sus ciudadanos. Es de temer que el repliegue que se anuncia en Estados Unidos tras el fracaso de estos 20 años de guerra contra el terrorismo dé lugar al repliegue simultáneo de la democracia en muchas partes de la Tierra.