Imposible de callar: Alberto “Golosa Paz” o la decadencia del goce peronista

En el último mes se volvió evidente que ningún argentino en democracia gozó tanto de la libertad palaciega mientras en el país se violaban los derechos constitucionales como lo hizo Alberto Fernández. “La vida que queremos”, el slogan oficialista, es la contracara de “la vida que no pudimos tener”: la cuarentena ad nauseam de Alberto I. Por eso es interesante el estilo “destape” que tomó la campaña peronista, donde diversos candidatos, desde Leandro Santoro a Victoria Tolosa Paz, buscan interpelar las ideas del goce y la “buena vida” y, en el caso de la señora de Albistur, el “garche” de la Argentina como un activo del partido.

¿Cuántos dirigentes recibían actrices y farándula mientras se violaban los derechos humanos de los argentinos, con el argumento de protegerlos de un mal mayor? En una historia del goce peronista, Alberto sería un caso opuesto al de Menem. La diferencia fundamental estriba en el nivel de libertad que gozaba el pueblo. Menem se convirtió en epítome de la fiesta porque, más allá de sus apetitos, la fiesta menemista representó algo que excedía su disfrute personal: era la puesta en escena del “1 a 1”. Uno a uno: la distancia entre el soberano y los ciudadanos se acortaba, igualándose, y la clase media tenía la fantasía de vivir su propia fiesta molecular dentro de la gran fiesta nacional del “Turco”: la jarana del Presidente era también la suya.

La fiesta de Alberto, en cambio, se volvió un símbolo porque capta la distancia abismal entre la oligarquía peronista y los ciudadanos. Por eso la fiesta excede La Foto, el cumpleaños de la Primera Dama celebrado mientras la gente no podía salir de su casa. La Foto mostró la intimidad de un Versailles mediocre: una cena de 13 (contando al perro Dylan), donde la monarquía argentina pavea en compañía de sus mayordomos esenciales, en una mesa bien regada y servida. Violar la norma parece tan habitual que Alberto no goza, se aburre mientras contraviene la norma: es la fiesta (para pocos) del poder sin poder real.

Los invitados de La Foto son el entourage de una diva, una reina contemporánea. Así como los aristócratas tienen ayudas de cámara, doncellas y valets, la corte de Fabiola cuenta con profesionales especializados en las parcelas de su apariencia: la cara, la ropa, el pelo. Se ha minimizado la importancia del peluquero, pero sería injusto no remarcarla. La cabeza de Fabiola tiene varios objetivos: a veces, debe imitar la foto de Eva Perón en San Vicente, la Eva montonera/abortera; otras veces, su meta es encarnar a la Evita princesa que desciende vestida de Frozen al Chaco. En cada uno de estos looks, es muy importante balancear el rubio con las raíces oscuras: porque sólo en el pelo de Fabiola se corrobora la fábula del ascenso social peronista, que va de la morocha a la rubia. En un kirchnerismo que sólo parece capaz de administrar iconografía y símbolos, se trata de asuntos de Estado.

Gane o pierda, Cristina se radicalizará, por Joaquín Morales Solá

Según una antigua leyenda peronista, los “gorilas” están celosos y quieren castigar el exceso gozador peronista: en esta fantasía, los gorilas son rubios arios que desprecian (y envidian) la felicidad morocha. Por eso es interesante que sea Victoria Tolosa Paz, una rubia residente de Puerto Madero, quien llame la atención sobre la idea de goce (de fiesta) arrimándolo para su lujoso rincón. Tolosa Paz no desentonaría en un desfile menemista, como una especie de Liz Fassi Lavalle con el léxico del kirchnerismo triste. En efecto, el “teorema del garche” de la candidata “Golosa” Paz (que establece que “en el peronismo siempre se cogió”) debe entenderse como un intento esmerado de reasociar al peronismo con una mística de la potencia sexual, que curiosamente Alberto logró arañar justo al comienzo del escándalo: cuando el presidente era sospechado de ser el amo y señor de la cuarentena orgiástica.

Cuando se conoció el registro de visitas a Olivos, llamó la atención que bellas actrices, modelos, periodistas y farándula fueran invitadas a encontrarse con el Presidente cuando el mandato acérrimo era #QuedateEnCasa. Al grito de ¡Misoginia! las feministas señalaron que era sexista preguntarse por qué tantas actrices y periodistas mujeres visitaban al presidente durante la cuarentena estricta: esto ponía en duda la virtud de ciertas vedettes. Lamentablemente, las feministas no midieron la fuerza de su embestida. En el fondo, Alberto quedaba mejor parado en la misteriosa fantasía sexual del principio, cuando parecía el macho insaciable de Olivos, el Calígula peroncho, que lo que vendría después; al menos cuajaba dentro de la economía simbólica que adora el peronismo. Con su habitual sentido de la oportunidad, Alberto esperó al bicentenario de la Universidad de Buenos Aires para descollar en otro clímax, el de la anomia: ser un profesor UBA que viola sus propios decretos, ser el acusado que propone su propia pena. Nunca la anomia tuvo un abanderado como Alberto.

La curva de la caída de la hombría de Alberto se precipitó: Alberto pasó de ser el varón plenipotenciario que recibe ardoroso a las chichis públicas, a violar la ley para embolarse entre los cortesanos de su mujer. Mientras intentaba recomponer su rol de semental gobernante, Alberto no debió esperar a que el ostensible desdén de Cristina se pusiera en escena. En un acto de campaña, visiblemente molesta, Cristina llegó a darle indicaciones de cómo comportarse en público: “no tomes de ahí, queda feo”. Las cámaras captaron a Máximo, el hijo verdadero, riéndose del adoptivo maltratado. Alberto no sabe comportarse, dice Cristina: no está a la altura de la construcción simbólica del kirchnerismo. No le pedían que tuviera un plan económico, ni un proyecto de gobierno: tan solo que fuera un acting Presidente, que se manejara con cierta dignidad. Por eso Cristina suma su taco selecto al placer de patear a Alberto en el suelo. Incapaz de gestos de empatía reales (como bajar el gasto de la política), Cristina muestra empatía con la gente al sumarse a la ola de desprecio: lo humilla para conectar. Lo cierto es que no podemos imaginar el suplicio privado que atraviesa Cristina: tener que fumarse a su propio Nicolás Maduro en vida. Chávez tuvo la delicadeza de volar antes al más allá.

Atrapados en su falta de imaginación, el teorema del garche de Tolosa Paz es un paseo más por la devaluación conceptual del kichnerismo. Todo lo que el kirchnerismo creció en solemnidad, en su pose de superioridad, lo dilapidó sin crear recuerdos de algo parecido a la felicidad: sin plata ni ideas, con un discurso remanido y desconectado, el kirchnerismo hace rato se quedó sin maneras de gozar. La saga de la Foto y la Fiesta Imaginaria es una panorámica de cómo Alberto sobresale en el arte de la decepción. Si en un primer momento la opinión pública proyectó en Alberto un lujurioso del poder, un pecador que tenía al menos el encanto del crimen viril, ¿qué goce sexual podría prometer el peronismo cuando su Presidente llegó al poder sin otra propuesta más que “cerrar la grieta”? Como si hubiera querido advertirnos de su calidad de eunuco, incapaz de hacer reaccionar a grieta alguna, Alberto Fernández es el alumno que se humilla sistemáticamente mientras intenta agradar a la profesora Radetich que lo reta en público.

Escritora. Autora de Mona, Las teorías salvajes y Las constelaciones oscuras