Hubo un país que pedía permiso y no pisoteaba las normas
A veces, una historia minúscula puede retratar la decadencia de un país. Cuatro líneas en una hoja amarillenta, fechadas en diciembre de 1965, reflejan, más allá de su minucia pintoresca, que hubo una Argentina (no tan lejos en el tiempo, sino hace menos de sesenta años) en la que regía otra cultura ciudadana. Era una Argentina en la que se pedía permiso, en la que no se pisoteaban los derechos de los otros, en la que el espacio público no era un territorio del que cualquiera pudiera apropiarse alegremente y en la que había un sentido de la autoridad. Era una Argentina en la que imperaban códigos de convivencia y en la que el orden era un valor aceptado.
La historia –mínima, por cierto– ocurrió y quedó documentada en Adolfo Gonzales Chaves, una localidad del sur bonaerense que lleva el nombre del vicegobernador de Dardo Rocha (1881-1884). Un vecino encontró la hoja membretada en un viejo archivo familiar y, casi en clave de humor, la hizo circular por las redes. Se trata de una nota dirigida a un señor llamado José María López, de la Agrupación Arriba Boca. Y en ella puede leerse, en desangelado lenguaje burocrático: “Tengo el agrado de dirigirme a usted, comunicándole para su conocimiento que ha sido autorizado favorablemente el permiso para realizar un recorrido por las calles de la ciudad festejando el triunfo de Boca. Sin otro motivo, hago propicia la oportunidad para saludarlo muy atte.”. Firmado: Ing. Juan Alberto Iroulart, intendente municipal. En la nota se ven los sellos oficiales y el número de expediente de Mesa de Entradas. Gonzales Chaves no era una isla en la Argentina de esos años.
En 1965, Arturo Illia gobernaba el país; Anselmo Marini era el gobernador de Buenos Aires y el intendente de Gonzales Chaves era un reconocido caudillo local del frondizismo. Eran años de profundos cambios culturales. La minifalda marcaba más que una moda: era el inicio de la liberación de la mujer. Los Beatles le ponían música a una rebeldía juvenil que atravesaba al mundo; la píldora anticonceptiva había promovido una revolución sexual y el cine argentino ya había corrido, con las primeras películas de Coca Sarli, los límites de la mojigatería. El pedido de autorización para un festejo sectorial en la vía pública no se inscribía, entonces, en un contexto de autoritarismo ni de opresión, aunque eso iba a llegar pronto a la Argentina. Tampoco parecía responder a un clima de temor social ni a la vigencia de costumbres acartonadas. Expresaba, sí, una cultura de las normas que ahora parece anacrónica.
Mirada desde la perspectiva actual, la formalidad de pedir permiso para festejar un triunfo futbolístico tal vez parezca exagerada. Pero quizá valga la pena rastrear, detrás de esas cuatro líneas, valores que se han perdido en los últimos cincuenta años. Lo que traduce esa nota es la idea de que nadie se sentía “el dueño de la calle” y de que se le reconocía al administrador circunstancial del Estado la legítima autoridad para habilitar o rechazar un uso excepcional del espacio público. En un país en el que se ha arraigado la cultura piquetera, esa idea suena tan lejana como extraña.
Las ciudades argentinas –grandes, chicas o medianas– se han convertido en territorios donde domina la anomia. La lógica piquetera se ha enquistado en todos los niveles y estamentos; no es patrimonio exclusivo de las organizaciones sociales. La noción misma de espacio público se ha devaluado hasta casi desaparecer. Se ha consolidado una audacia depredadora que convierte a las calles, las veredas y las plazas en territorios cada vez más degradados. Si hace cincuenta años los hinchas pedían permiso para festejar en la calle, hoy la política negocia y pacta con las barras bravas bajo la ley del toma y daca.
En un país que también ha extraviado el sentido de la ejemplaridad, el propio Estado practica la cultura piquetera: levanta vallas, consiente usurpaciones, abandona el poder de policía y hasta vandaliza la escenografía urbana en tiempos preelectorales. Basta recorrer el conurbano en estos días para observar cómo se despliegan las campañas proselitistas a expensas del patrimonio público. Los propios intendentes usurpan ramblas, plazas, fachadas y columnas de alumbrado con carteles y pasacalles invasivos. Usan la vía pública como si fuera de ellos, con un sentido de apropiación que luego se traslada, con naturalidad, a la administración del Estado. El que se adueña de la rambla a la vista de todos, después, a la sombra del poder, se cree “dueño” y no administrador del Estado. Cualquier jefe comunal que lea hoy aquella autorización dada en Gonzales Chaves en 1965, la vería como una ingenuidad de otro planeta. Nos hemos acostumbrado a una Argentina en la que nadie pide permiso y en la que se impone la prepotencia de los hechos consumados. Los intendentes hoy conviven con las mafias que operan detrás de los “trapitos”, los manteros o las parrillas clandestinas. ¿Nada de esto ocurría en los sesenta? Por supuesto que sí. Se lidiaba, además, con otros males, como la fragilidad de la cultura democrática que desembocaría en largos períodos de inestabilidad institucional. Pero otros valores parecían regir la convivencia.
En ese país de mediados del siglo XX, no solo había otra cultura, sino también otro Estado. Había un ciudadano que pedía autorización y un intendente que le respondía en tiempo y forma. Cualquiera que hoy tramite un “permiso municipal” para cosas más trascendentes (como la habilitación de una industria o un comercio) podrá dar testimonio de la lentitud y la burocracia a las que se debe enfrentar, por no hablar de otras barreras o “peajes”.
Detrás del relato del “Estado presente”, la Argentina ha construido un Estado indolente y desertor. Y ha consentido una especie de privatización anárquica del espacio público que acentúa la desigualdad y la fragmentación social.
Podría pensarse que aquel permiso de “pago chico” se explicaba en un país que, en 1965, tenía la mitad de la población actual y una parsimonia pueblerina en ciudades del interior. Sin embargo, en los principales países europeos (y en particular en las capitales más cosmopolitas, como Londres, París o Madrid), para realizar protestas o manifestaciones callejeras deben tramitarse permisos ante el ayuntamiento o la alcaldía. Y esas autorizaciones se dan para horarios y zonas acotadas, con obligación de garantizar vías de circulación. Solo en la Argentina las normas de convivencia se han convertido en piezas de museo o en curiosidades pintorescas. En nuestras ciudades hemos naturalizado el vandalismo. El abuso del espacio público se empieza a practicar en el colegio: las escuelas miran para otro lado cuando los estudiantes “festejan” el último primer día (UPD), una ceremonia que ha terminado asociada a los excesos y desbordes.
En un país agobiado por la inseguridad, en el que el valor mismo de la vida se ha devaluado, todo parece menor e insignificante. ¿Nos vamos a preocupar por el UPD de los chicos cuando te matan en la esquina por un celular? ¿Vamos a controlar a los alumnos en la calle cuando ni siquiera hemos podido cuidar la escuela pública? En esa lógica de impotencia y resignación se deshilachan las normas de convivencia.
Es cierto: aquella Argentina de los años 60 no conocía la debacle socio-económica que hoy ha hundido en la pobreza a casi la mitad del país. Esa degradación se conecta con el crecimiento de fenómenos que desnaturalizan el espacio urbano, desde el comercio ambulante hasta la conflictividad y la protesta callejeras. Tal vez debamos preguntarnos, sin embargo, ¿cuánto tiene que ver la pérdida de una cultura de las normas en esta dolorosa situación en la que ha caído la Argentina? Y ¿se puede salir de este destino sin ajustarnos a códigos de convivencia y sin recuperar un sentido de la legalidad, del respeto y del orden democrático? La relación entre anomia y pobreza tal vez sea mucho más estrecha de la que se observa a simple vista.
Ajustarnos a las reglas no es una abstracción ni una meta grandilocuente. Es una práctica cotidiana que empieza por los gestos más pequeños. Pedir permiso es, tal vez, el primer eslabón de una sana cultura ciudadana. Por eso es que aquella nota exhumada de un modesto archivo familiar quizá nos recuerde algo de lo que hemos perdido y debemos recuperar. Respetar el espacio público quizá sea, después de todo, el primer paso para recuperar el país.