El poder en la jungla

Son dos y no se distraen. Hacen lo que van a hacer, una y otra vez, con la convicción de quien se mueve para sobrevivir. Porque no hay otro modo. En ellos la edad es un misterio. Tienen el rostro sabio, por el tiempo, pero sus brazos y sus manos no se cansan, no claudican, no piden nada. Tampoco lucen arrugas o marcas que pudieran ser indicios de algo. No se sabe cuándo nacieron y tampoco si debería faltarles poco para morir. Quién lo sabe. Sus cuerpos son del color de la tierra con la que trabajan, como si de tanto mezclarla, amasarla, alisarla, se hubieran contagiado; o no, en verdad debe ser lo contrario, seguro el tono se lo dieron ellos, como los padres, los hijos y la genética. Como el apellido.

No hablan. Son dos y lo primero que hacen es encontrar donde sea que estén, siempre en medio de la jungla, entre árboles, plantas, sol, viento, agua y cielo, un lugar para empezar a cavar. Y entonces lo hacen: con el torso desnudo, los pies en el suelo, pantalones cortados al ras de la rodilla, y el pelo oscuro y tupido, apenas manso, toman una rama y la convierten en pala y rompen la tierra y marcan un centro para desde allí construir todo lo que sea. Son dos y son el Big Bang.

El método lo repiten y cada vez resulta más perfecto. Sin hablar dan lecciones. Están allí, al aire libre, y no precisan más que lo que tienen alrededor. Quién pudiera. Cavan con el palo pero más con las manos, juntan la tierra rojiza y la apartan a un lado, siguen, lo hacen por horas y no transpiran. Son la verdadera máquina creada por el ser humano. Cuando ya tienen mucha tierra, se alejan unos metros y perforan el suelo seco en hoyos pequeños para conseguir los cimientos de lo que vinieron a hacer: una casa. Después cortan ramas con piedras que ellos afilan y usan de hacha para obtener las columnas, el esqueleto. Una vez que las ramas ya son palos para ser colocados en los hoyos y funcionar como pilares, atan con tiras que también sacan de los árboles cada unión y comienzan a llenar los vacíos con cañas partidas, unas bien cerca de las otras. Y así la casa comienza a tener techo, paredes y pisos que cobran más sentido ni bien mezclan con agua y césped la tierra que juntaron para obtener el recubrimiento necesario. La contención del adentro. Todo eso hacen. Toman la mezcla, la tocan hasta sentirla lista y la esparcen con las manos, que tras ser pala son espátula, y cubren cada hueco hasta no dejar objeciones. Son dos y construyen casas con lo que encuentran.

Como saben tanto se ponen exquisitos. A veces vuelven a cavar la tierra, roja y árida, cerca de lo que acaban de lograr hasta obtener un metro de profundidad y varios de ancho de forma rectangular para armar una pileta. Recubren las paredes con piedras con el objetivo de evitar filtraciones y luego, con una vasija de barro, caminan hacia el arroyo más cercano y juntan agua y la llenan. Si les quedan ganas, montan un tobogán. Eligen ramas verdes flexibles y unen la pileta con el techo de la casa. Disponen a lo largo primero una rama y después la otra para marcar el rumbo y tras ello de nuevo cañas en horizontal y en forma de u para completar la estructura, que sin la tierra húmeda que llega después luce como escalera pero que minutos más tarde no deja dudas: es un tobogán. Ellos mismos lo usan como tal. Eso hacen cuando terminan el trabajo, que puede llevarles días. Se deslizan y nadan.

Siempre se filman. Por eso se los puede ver aunque estén lejos. En internet se asegura que son albañiles de Camboya y que hacen lo que hacen para mostrar que se puede. No lo dicen pero lo quieren decir: con la naturaleza basta. Mientras tanto, a kilómetros, en el resto del mundo y de las cosas, los autos, las veredas, los mercados, el reloj, el cemento, las rejas y las sirenas.